Sepa La Bola

Claudia Bolaños

A pesar del ruido externo, quienes conocen el expediente de la licitación para la nueva Credencial para Votar afirman que el tema más sensible está, en realidad, totalmente resuelto: el padrón electoral permanece bajo resguardo exclusivo del INE, sin intervención de terceros. Explican que la producción de la credencial no implica manipular información ciudadana, sino únicamente trabajar con medidas de seguridad, impresión y generación del documento. Y por si quedaba duda, en el Instituto recuerdan que ningún proveedor —pasado o presente— ha tenido acceso a la base de datos, y esta licitación no es la excepción.

Y Sepa La Bola, pero durante décadas el padrón electoral en México fue tratado como una mercancía más dentro del mercado negro de la corrupción institucional. No era un secreto: nombres, domicilios, claves de elector y hasta teléfonos terminaban en manos de partidos políticos, despachos privados o grupos con poder económico que pagaban por esa información como si se tratara de un insumo estratégico. El país vivió una época en la que la privacidad de millones de ciudadanos era vulnerada de manera sistemática, sin consecuencias reales para quienes traficaban con esos datos.

El uso político del padrón fue una de las prácticas más nocivas para la democracia mexicana. La información personal se utilizaba para presionar votantes, construir estructuras clientelares y manipular procesos electorales desde las sombras. Aquellos años dejaron una profunda desconfianza en las instituciones, porque mientras a la ciudadanía se le pedía participar y creer en la transparencia, en lo más alto del sistema la información electoral circulaba sin control ni responsabilidad.

Si hoy existe un mayor blindaje y un marco legal más sólido, es precisamente porque el país tuvo que enfrentar ese pasado vergonzoso. Recordarlo no es un ejercicio nostálgico, sino una advertencia. Cuidar el padrón es cuidar la democracia; permitir que vuelva a ser una mercancía es abrir la puerta a la manipulación y al abuso. En tiempos de reformas y tensiones institucionales, conviene no olvidar que la integridad del registro electoral es una conquista que costó años y no puede darse por garantizada.

Y Sepa La Bola, pero la prohibición total de los vapeadores en México exhibe una incongruencia difícil de justificar. No se trata de defender el vapeo como si fuera inocuo, sino de cuestionar por qué el Estado concentra su fuerza en perseguir estos dispositivos mientras permite, sin mayor debate, productos que sí generan daños masivos y comprobados en la salud pública. En cualquier tienda se venden refrescos cargados de azúcar, botellas de alcohol baratas y tabaco que sigue fumándose en espacios públicos, aun cuando afecta a terceros. Incluso la marihuana circula con una tolerancia creciente. Todo eso permanece normalizado, pero vapear —que no molesta a quienes están alrededor y cuyo impacto colectivo es menor frente a esos excesos cotidianos— se ha convertido en el enemigo perfecto a prohibir.

Más que una estrategia sanitaria, la medida parece una decisión política que construye un símbolo fácil de combatir mientras se evitan los problemas reales. En un país donde consumir azúcar, alcohol, tabaco o cannabis es parte del día a día, resulta absurdo que vapear sea lo que amerite persecución. Esa es la verdadera contradicción, tanto que en redes sociales los dispositivos siguen vendiéndose pese a las penas de hasta ocho años de prisión por su comercialización.